De niños muertos
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Nada resulta más incómodo y perturbador que mezclar la muerte con la infancia. Y esta semana tres noticias al menos nos asaltan desde los medios. Por una parte el inexplicable parricidio de Asunta, la niña china adoptada por ese aún más inexplicable matrimonio gallego. Qué tipo de retorcido razonamiento o emoción puede llevar a alguien a desear la muerte y desaparición de una hija. Cómo se puede planificar algo así y llevarlo fríamente a la práctica. Y de repente, recuerdo la frase de Chesterton, soy humano y por tanto llevo en mí todos los demonios.
Y si de dejar salir lo peor del ser humano hablamos y de niños víctimas de ello, otra noticia me estraga hasta lo más profundo. Los terroristas del DAESH, también llamado estado islámico, torturan y crucifican a un niño de doce años para obligarle a él y a su padre a apostatar del cristianismo. No es el primer niño que pasa por ahí, no ha sido una muerte accidental, no tenemos fotos conmovedoras en la prensa, así que no vamos a abrirle nuestras casas a su familia ni a su pueblo que sufre cada día el terror sanguinario y asesino de esta pandilla de psicópatas, por el simple hecho de ser cristianos.
El tercer caso es Andrea, una niña con una enfermedad incurable que le va a llevar a la muerte en breve. Para la que sus propios padres han pedido que la dejen de alimentar y así acelerar la muerte. El hospital, contra la opinión de los propios pediatras, ha cedido. Llaman muerte digna a dejar morir de inanición a una niña. Dicen que porque es incurable. Un médico ha dicho: “Veo niños imposibles de curar a diario, y nadie busca acabar con su vida”. Hay algo terriblemente torcido en esa decisión, un barniz de falsa compasión para ocultar lo terrible. La misma vida es una enfermedad que acaba con la muerte, ¿debemos darnos por vencidos y provocarnos anticipadamente la muerte?
Respecto a las familias de Andrea y Asunta uno se pregunta qué enfermedad les aqueja, que falta de entereza y sentido de la justicia. Qué ausencia de ese amor incondicional y sacrificado que es incapaz de hacer daño y, por el contrario, se entregaría con tal de preservar al ser amado. Ese amor que sólo se puede tener en el corazón de una familia, que sólo allí puede crecer y desplegarse, que sólo allí puede aprenderse y que sólo en ese contexto puede configurar la vida del adulto que mañana saldrá a la calle a construir la convivencia y a crear una nueva familia que mantenga ese legado.
Para vivir ese amor hay que entregarlo todo por lo amado. Y si nos conformamos con menos, con lo normal, con ser simplemente buenas personas, la batalla está perdida y los demonios nos han ganado la partida.